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jueves, 27 de mayo de 2010

EL TIEMPO, LOCURA, TODO

Me escucho la respiración, aquí donde nadie respira. Y soy casi nadie: apenas un tipo que patea piedritas por las calles desangeladas del cementerio, oye el susurro de los álamos, mira las nubes y se sienta a llorar laboriosamente sobre la tumba de su padre. A la ceremonia no le falta obviedad: mocos sobre el bronce, flores podridas, y mis ojos interrogando las baldosas que bordean el mármol con su resignación de hormigas y de yuyos.
Luego de cinco semanas debatiéndose contra una jauría de forenses en un centro privado de salud papá se bajó de este mundo a los 73 años, pródigo hasta el final con una vida que le fue quitando todo.
Me acuerdo del viejo en la cocina de casa, después de brindar en familia por un premio literario que recibí de una incierta corporación. “Hay premios que te dan por las cosas buenas que hiciste, y otros que te dan por las malas que esperan que hagas”, me dijo. Y después no me habló más por un buen tiempo, hasta que decidió que lo había entendido.
Ahora miro callado su retratito en sepia.
Descreyente, decía ser mi padre. Cuando los médicos reconocieron que ya habían hecho todo el mal posible dejaron que Dios perfeccionara el trabajo; entonces nosotros le llevamos un cura, pero el viejo mantuvo su corazón ateo hasta el último latido.
Por eso la foto suya de joven y amurada a esta cruz es perturbadora: luce un peinado a la gomina, y tiene para siempre veinticinco años, media sonrisa y esa mirada de los que todavía no saben. Es que por entonces no pudo imaginar que se estaba haciendo una foto para que lo crucificaran, y que desde ella vería a un tipo que lo dobla en edad, y ahora llega pateando piedritas entre las tumbas y le dice ‘papá te quiero’.
Desde su cruz, a la orilla del pozo que lo guarda en la tierra el viejo es más joven y optimista que yo: me clava los ojos, y le sostengo la mirada mientras empiezo a contarle novedades de sus nietas y mis libros. Yo siempre fui una especie de fantasma del cual no supo si sentir culpa u orgullo, y él era ese hombre concreto, hueso duro y carne viva. Ahora cada uno se convirtió en el otro. Ya es más nunca que tarde pero nos seguimos mirando callados, y ninguno de los dos se entera de la lluvia mansa que cae desde hace un rato sobre el cementerio.
Mucha gente llama a todo esto la vida real.
Edgardo Ariel Epherra (del libro 'Pasiones sin retorno')

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mmmmmmm... autobiográfico, quizás? me gustó. Mucho.

Cleo